Cárcel y castigo: Los subsuelos de la venganza.
— Nikolái Aleksandr Weinbinder —
A
ntes de abordar la institución carcelaria y el rol de las fuerzas policiales hay que señalar el fracaso de la idea de justicia que lleva a concebir el castigo y el reproche como excusa legitimante para sostener una institución total que resulta contraria a cualquier noción de derechos humanos. Enjaular personas parece despertar menos sensibilidades que los barrotes de un zoológico o los maltratos hacia animales en los circos. Las variantes de punitivismo y de mano dura están a la orden del día como falsas soluciones a cuestiones de inseguridad en donde tanto el joven libertario como la vetusta doña Rosa apostarían por el endurecimiento de las penas combinado con el encierro como mecanismo genérico de resolución de conflictos.
La cultura del garrote y el culto a las rejas se fogonea desde amplios sectores, incluso aquellos que son carne de cañon de acuerdo a estereotipos y una selectividad que les coloca el traje a rayas desde antes que delincan. Tampoco en la academia encontramos voces radicalmente críticas o abiertamente abolicionistas, predominan en cambio teorías legitimantes de la pena que estan en consonancia con la inflación punitiva reclamada por la criminología mediática. La cárcel es un símbolo de violencia comprometida con la defensa de la estructura social tal como lo demuestra un análisis de quienes padecen intramuros mayoritariamente condenados por delitos contra la propiedad. Una cárcel nórdica es igual de inaceptable e indefendible que una latinoamericana en tanto que expresan por igual la falta de imaginación no punitiva. No existen justificaciones racionales de estos campos de concentración de tortura sistemática.
La pena y la cárcel no cumplen ninguna de las funciones que se le asignan en las escuelas criminológicas. No resocializa, no tiene funciones preventivas ni tampoco refuerza el respeto en las normas. Y quienes creen que hacer sufrir es legítimo ignoran que hasta las constituciones burguesas prohiben la finalidad del castigo de la pena junto a los tormentos de las épocas medievales. La cárcel degrada, infantiliza, estigmatiza y genera mayor violencia. Es un fracaso colectivo conveniente para sostener el capitalismo y un negocio redituable en vías de ser privatizado y expandido. Con la excusa de seguridad se llevan adelante campañas electorales en las que proponen construir nuevas cárceles y los intereses económicos y la ansias de lucro no desperdician oportunidad de elogiar la hipotética eficiencia de gestiones privadas del sistema penitenciario. La realidad es que la cárcel ideal solo puede ser la que no existe y los ladrillos de sus muros son un motivo de vergüenza que deberíamos exhibir en los museos para no perder la memoria sobre nuestra propia barbarie disfrazada de civilización.
Es urgente e indispensable repensar la sociedad en términos anticapitalistas, antipatriarcales y anticoloniales. Analizando los vínculos entre capitalismo y sistema penitenciario como mecanismo biopolítico de disciplinamiento y docilización dirigido hacia los sectores históricamente más vulnerados. Intervenir activamente para mostrar la ineficacia de una institución relativamente moderna que actua como depósito de personas y que agrava el escenario de violencia. El peso de la venganza y la cultura represiva permiten que las cárceles sigan asociandose a un ideal de justicia en el imaginario social a pesar de todos los desencantamientos realizados por la criminología crítica y el abolicionismo penal. La industria del miedo da lugar a políticos que aprovechan la ola punitiva y el clamor social para hacer campañas pidiendo más encierro y un sistema penitenciario todavía más cruel que haga caso omiso de unas garantías que ya de por si son precarias e insuficientes.
La cárcel es injustificable en términos racionales, jurídicos, éticos, filosóficos, etc. Pero por si esto fuera poco además se piensa el sistema penitenciario como si estuviera desconectado del poder judicial, es decir, de forma autónoma y al margen de la actuación de los operadores del derecho. Parece ser que los jueces penales piensan que la cárcel es ajena a la ciencia del derecho y se desligan de lo que sucede dentro de los muros. La problemática suele abordarse desde una perspectiva reformista y de una forma inadecuada pero previsible acorde a los errores típicos de una tradición codificadora que modifica los códigos creyendo que así altera la realidad. Las garantías se disputan entre populistas penales y demagogos punitivistas sin atreverse a proponer cambios estructurales ni mucho menos medidas radicales como la abolición de la cárcel con métodos alternativos de resolución de conflictos.
El sistema penitenciario no es una institución de justicia y tampoco se puede controlar con ordenes judiciales en el marco de una sociedad carnívora y represiva que se desentiende de argumentos racionales y sucumbe al retribucionismo emocional. La desigualdad y violencia creciente se combinan con el discurso del miedo e inseguridad como excusas empleadas desde las instituciones y aparatos ideológicos para brindar cobertura a una picadora de carne que tortura y viola derechos humanos con total impunidad. Es ficticio pretender reformar la órbita penal a través de maquillar un código sabiendo que el sistema penitenciario es protagonista de la industria del delito y que forma parte de las redes criminales que estan conectadas con agencias estatales. En simultáneo los discursos punitivistas y sectores empresarios presionan para abrir paso a la expansión de la esfera de lo privado en la gestión de cárceles y privatizar el sistema penitenciario convirtiendolo en un negocio que maximice las ganancias a costa del dolor de las personas.
Pero probablemente el obstáculo más difícil de sortear a la hora de propiciar la abolición de las cárceles sea que gran parte de la población considera que la idea de contrato social valida la existencia de ese tipo de instituciones totales tan vejatorias como mal necesario para sostener la fantasía contractualista de Leviatanes capaces de brindar seguridad evitando el regreso al estado de naturaleza. Nutridos además por una criminología mediática que presenta a las personas privadas de la libertad como asesinos seriales salidos de Netflix y que propaga campañas del miedo orientadas a agregar páginas al código penal, construir nuevas cárceles y potenciar la industria de las fuerzas de seguridad, el autoritarismo, la segregación, el clasismo y el control social.
Los muros ocultan que la cárcel es terrorismo de estado, tortura, instrumento del poder y una jaula para humanos cuya existencia atenta contra la dignidad humana y toda noción de lo civilizado. En una dimensión paralela que transita la negación estan las islas o burbujas académicas completamente impolutas, desconectadas del barro de la realidad concreta y donde se desarrollan peleas de escritorio inofensivas e incapaces de sacudir las conciencias de quienes obstinadamente siguen sosteniendo la cárcel dentro de su horizonte de justicia y la proyectan indefinidamente hacia el futuro. En el marco de una sociedad que no ve alternativas a la hora de sublimar la venganza aparecen demandas de mano dura, de violencia estatal y de mayores fuerzas represivas que adquieren un grado de autonomía superlativa del poder político al mismo tiempo que una dependencia de las economías informales de la droga, prostitución y trata de personas. Se incrementan las policías a nivel municipal, provincial y nacional, que conviven con polícias privadas, aparatos extraoficiales parapoliciales, agencias de inteligencia, etc.
La policía es una institución estructuralmente corrupta, patriarcal y clasista, que está al servicio de los poderosos y que por lo tanto no direcciona sus investigaciones hacia políticos capitalistas, jueces y empresarios sino más bien contra pobres, marginales y estigmatizados. Hay quienes transicionalmente plantean la posibilidad de regular su poder mediante un gobierno con jefe civil democráticamente electo. Establecer controles en la estructura judicial a través de policías comunitarias. Hacer modificaciones a las constituciones para reducirles autonomía, prohibir que las compañias de seguridad contraten ex policías depurados, cortar lazos subterráneos entre la seguridad pública y privada, propender a la sindicalización y otras medidas que pueden ser bien intencionadas pero resultan poco convincentes y que estan motivadas por lógicas de reducción de daños que se caracterizan por la miseria de lo posible en el plano de la tibieza. La reducción del dolor y la opresión es necesaria y una tarea loable pero el desafío urgente y genuinamente revolucionario es tratar de construir puentes entre el abolicionismo penal y el lugar que ocupa el encierro en el imaginario social junto al ideal de justicia, despojandose de ilusiones reformistas.
No podemos considerar que los policías sean trabajadores miembros de la clase obrera, ni que su sindicalización pudiera pervertir la verticalidad que les caracteriza. Aun con experiencias internacionales en donde se les reconoce la posibilidad de conformar sindicatos, incluso si se les concediera la posibilidad de ejercer medidas de acción directa como la huelga, las consecuencias serían mayores salarios como estímulo para reprimir a trabajadores que protestan y se organizan, gases con más pimienta, armas más letales y modernas para que sigan practicando el gatillo fácil, más espionaje y tecnología al servicio de la represión contrarrevolucionaria. Nada de eso redundaría en beneficio de los oprimidos.
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ntes de abordar la institución carcelaria y el rol de las fuerzas policiales hay que señalar el fracaso de la idea de justicia que lleva a concebir el castigo y el reproche como excusa legitimante para sostener una institución total que resulta contraria a cualquier noción de derechos humanos. Enjaular personas parece despertar menos sensibilidades que los barrotes de un zoológico o los maltratos hacia animales en los circos. Las variantes de punitivismo y de mano dura están a la orden del día como falsas soluciones a cuestiones de inseguridad en donde tanto el joven libertario como la vetusta doña Rosa apostarían por el endurecimiento de las penas combinado con el encierro como mecanismo genérico de resolución de conflictos.
La cultura del garrote y el culto a las rejas se fogonea desde amplios sectores, incluso aquellos que son carne de cañon de acuerdo a estereotipos y una selectividad que les coloca el traje a rayas desde antes que delincan. Tampoco en la academia encontramos voces radicalmente críticas o abiertamente abolicionistas, predominan en cambio teorías legitimantes de la pena que estan en consonancia con la inflación punitiva reclamada por la criminología mediática. La cárcel es un símbolo de violencia comprometida con la defensa de la estructura social tal como lo demuestra un análisis de quienes padecen intramuros mayoritariamente condenados por delitos contra la propiedad. Una cárcel nórdica es igual de inaceptable e indefendible que una latinoamericana en tanto que expresan por igual la falta de imaginación no punitiva. No existen justificaciones racionales de estos campos de concentración de tortura sistemática.
La pena y la cárcel no cumplen ninguna de las funciones que se le asignan en las escuelas criminológicas. No resocializa, no tiene funciones preventivas ni tampoco refuerza el respeto en las normas. Y quienes creen que hacer sufrir es legítimo ignoran que hasta las constituciones burguesas prohiben la finalidad del castigo de la pena junto a los tormentos de las épocas medievales. La cárcel degrada, infantiliza, estigmatiza y genera mayor violencia. Es un fracaso colectivo conveniente para sostener el capitalismo y un negocio redituable en vías de ser privatizado y expandido. Con la excusa de seguridad se llevan adelante campañas electorales en las que proponen construir nuevas cárceles y los intereses económicos y la ansias de lucro no desperdician oportunidad de elogiar la hipotética eficiencia de gestiones privadas del sistema penitenciario. La realidad es que la cárcel ideal solo puede ser la que no existe y los ladrillos de sus muros son un motivo de vergüenza que deberíamos exhibir en los museos para no perder la memoria sobre nuestra propia barbarie disfrazada de civilización.
Es urgente e indispensable repensar la sociedad en términos anticapitalistas, antipatriarcales y anticoloniales. Analizando los vínculos entre capitalismo y sistema penitenciario como mecanismo biopolítico de disciplinamiento y docilización dirigido hacia los sectores históricamente más vulnerados. Intervenir activamente para mostrar la ineficacia de una institución relativamente moderna que actua como depósito de personas y que agrava el escenario de violencia. El peso de la venganza y la cultura represiva permiten que las cárceles sigan asociandose a un ideal de justicia en el imaginario social a pesar de todos los desencantamientos realizados por la criminología crítica y el abolicionismo penal. La industria del miedo da lugar a políticos que aprovechan la ola punitiva y el clamor social para hacer campañas pidiendo más encierro y un sistema penitenciario todavía más cruel que haga caso omiso de unas garantías que ya de por si son precarias e insuficientes.
La cárcel es injustificable en términos racionales, jurídicos, éticos, filosóficos, etc. Pero por si esto fuera poco además se piensa el sistema penitenciario como si estuviera desconectado del poder judicial, es decir, de forma autónoma y al margen de la actuación de los operadores del derecho. Parece ser que los jueces penales piensan que la cárcel es ajena a la ciencia del derecho y se desligan de lo que sucede dentro de los muros. La problemática suele abordarse desde una perspectiva reformista y de una forma inadecuada pero previsible acorde a los errores típicos de una tradición codificadora que modifica los códigos creyendo que así altera la realidad. Las garantías se disputan entre populistas penales y demagogos punitivistas sin atreverse a proponer cambios estructurales ni mucho menos medidas radicales como la abolición de la cárcel con métodos alternativos de resolución de conflictos.
El sistema penitenciario no es una institución de justicia y tampoco se puede controlar con ordenes judiciales en el marco de una sociedad carnívora y represiva que se desentiende de argumentos racionales y sucumbe al retribucionismo emocional. La desigualdad y violencia creciente se combinan con el discurso del miedo e inseguridad como excusas empleadas desde las instituciones y aparatos ideológicos para brindar cobertura a una picadora de carne que tortura y viola derechos humanos con total impunidad. Es ficticio pretender reformar la órbita penal a través de maquillar un código sabiendo que el sistema penitenciario es protagonista de la industria del delito y que forma parte de las redes criminales que estan conectadas con agencias estatales. En simultáneo los discursos punitivistas y sectores empresarios presionan para abrir paso a la expansión de la esfera de lo privado en la gestión de cárceles y privatizar el sistema penitenciario convirtiendolo en un negocio que maximice las ganancias a costa del dolor de las personas.
Pero probablemente el obstáculo más difícil de sortear a la hora de propiciar la abolición de las cárceles sea que gran parte de la población considera que la idea de contrato social valida la existencia de ese tipo de instituciones totales tan vejatorias como mal necesario para sostener la fantasía contractualista de Leviatanes capaces de brindar seguridad evitando el regreso al estado de naturaleza. Nutridos además por una criminología mediática que presenta a las personas privadas de la libertad como asesinos seriales salidos de Netflix y que propaga campañas del miedo orientadas a agregar páginas al código penal, construir nuevas cárceles y potenciar la industria de las fuerzas de seguridad, el autoritarismo, la segregación, el clasismo y el control social.
Los muros ocultan que la cárcel es terrorismo de estado, tortura, instrumento del poder y una jaula para humanos cuya existencia atenta contra la dignidad humana y toda noción de lo civilizado. En una dimensión paralela que transita la negación estan las islas o burbujas académicas completamente impolutas, desconectadas del barro de la realidad concreta y donde se desarrollan peleas de escritorio inofensivas e incapaces de sacudir las conciencias de quienes obstinadamente siguen sosteniendo la cárcel dentro de su horizonte de justicia y la proyectan indefinidamente hacia el futuro. En el marco de una sociedad que no ve alternativas a la hora de sublimar la venganza aparecen demandas de mano dura, de violencia estatal y de mayores fuerzas represivas que adquieren un grado de autonomía superlativa del poder político al mismo tiempo que una dependencia de las economías informales de la droga, prostitución y trata de personas. Se incrementan las policías a nivel municipal, provincial y nacional, que conviven con polícias privadas, aparatos extraoficiales parapoliciales, agencias de inteligencia, etc.
La policía es una institución estructuralmente corrupta, patriarcal y clasista, que está al servicio de los poderosos y que por lo tanto no direcciona sus investigaciones hacia políticos capitalistas, jueces y empresarios sino más bien contra pobres, marginales y estigmatizados. Hay quienes transicionalmente plantean la posibilidad de regular su poder mediante un gobierno con jefe civil democráticamente electo. Establecer controles en la estructura judicial a través de policías comunitarias. Hacer modificaciones a las constituciones para reducirles autonomía, prohibir que las compañias de seguridad contraten ex policías depurados, cortar lazos subterráneos entre la seguridad pública y privada, propender a la sindicalización y otras medidas que pueden ser bien intencionadas pero resultan poco convincentes y que estan motivadas por lógicas de reducción de daños que se caracterizan por la miseria de lo posible en el plano de la tibieza. La reducción del dolor y la opresión es necesaria y una tarea loable pero el desafío urgente y genuinamente revolucionario es tratar de construir puentes entre el abolicionismo penal y el lugar que ocupa el encierro en el imaginario social junto al ideal de justicia, despojandose de ilusiones reformistas.
No podemos considerar que los policías sean trabajadores miembros de la clase obrera, ni que su sindicalización pudiera pervertir la verticalidad que les caracteriza. Aun con experiencias internacionales en donde se les reconoce la posibilidad de conformar sindicatos, incluso si se les concediera la posibilidad de ejercer medidas de acción directa como la huelga, las consecuencias serían mayores salarios como estímulo para reprimir a trabajadores que protestan y se organizan, gases con más pimienta, armas más letales y modernas para que sigan practicando el gatillo fácil, más espionaje y tecnología al servicio de la represión contrarrevolucionaria. Nada de eso redundaría en beneficio de los oprimidos.
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